viernes, 8 de junio de 2007

COSAS SOBRE EL OMEGA 3

El cerebro del humano adulto normal, contiene más de 20 gramos de DHA.

Se han comparado bajos niveles de DHA con bajos niveles de serotonina del cerebro, a lo que se le asocia una tendencia aumentada hacia la depresión, suicidio, y violencia.

Una ingesta alta de pescado, se ha asociado a una disminución significativa en la pérdida de memoria relacionada con la edad y deterioro de la función cognoscitiva y un más bajo riesgo de desarrollar la enfermedad de Alzheimer.

Un reciente estudio encontró que los pacientes con Alzheimer a los que se administró un suplemento rico en omega-3, experimentó una mejora significativa en su calidad de vida.

Nada de lo que se lleve a la boca es tan agradable, como el aceite de pescado OMEGA 3 Vípez para las intrincadas estructuras de las células cerebrales.

El cerebro es el órgano más graso del cuerpo; un 60% está formado por lípidos: diversos tipos de sustancias similares a los ácidos grasos.

La química de los ácidos grasos puede influir profundamente sobre la arquitectura misma de las células cerebrales, la profusión o escasez de las importantes Dendritas y Sinapsis, los ejes de la inteligencia, el aprendizaje, la memoria, la atención, la concentración y el estado de ánimo.

El cerebro puede volverse ineficaz y posiblemente tener disfunciones, a menos que se lo alimente con la necesaria cuota de ácidos grasos (Omega 3) y se limite el consumo de grasas malas.

No cabe la menor duda al respecto.

Si se le niegan las moléculas grasas adecuadas y se lo inunda con las malas, el tejido cerebral puede morirse parcialmente de hambre, una perspectiva nada saludable.

Las membranas exteriores de las células cerebrales pueden abarrotarse y encogerse; los tentáculos dendríticos que se extienden para formar pautas de comunicación con otras células, atrofiarse, y el rico fluido químico de neurotransmisores, secarse o sufrir una especie de cortocircuito y ser incapaz de entrar en las neuronas para transmitir los rnenssajes, de una neurona a otra.

Es entonces cuando se produce un desorden que la naturaleza no tenía intención de desencadenar.
Y, sin embargo, ese es el estado en que se encuentran la mayoría de los cerebros del hombre moderno.

Los científicos creían que comer grasa no provocaba prácticamente ningún impacto sobre el funcionamiento de los cerebros adultos y que ésta sólo era esencial para los cerebros en desarrollo de los niños.

Según el dogma establecido, la única posibilidad de crear un gran cerebro se acababa con la adolescencia, porque a esa edad el cerebro ya era inamovible, inmutable e incapaz de seguir creciendo.

Ahora sabemos que las neuronas pueden seguir creciendo y expandirse durante todas las edades, incluso cuando se es adulto y adulto mayor.

Pero tal crecimiento necesita suministros de ácidos grasos OMEGA 3, dado que durante toda la vida se está moldeando constantemente nuestro cerebro.

El tipo de grasa con que alimentemos nuestro cerebro, desde el nacimiento hasta la muerte, es una de las decisiones más críticas que podemos tomar por su bien o en su detrimento.

Cada vez que acudamos dispuestos a comer una hamburguesa, papas fritas o una pizza cargada de queso grasiento, debemos tener en cuenta lo siguiente: esas grasas saturadas pueden atrofiar el crecimiento de nuestras células cerebrales.

Convincentes investigaciones que se han llevado a cabo con pequeños animales de laboratorio demuestran que el tipo de grasas saturadas pueden llegar a cambiar no sólo el funcionamiento de las células cerebrales, sino también hasta su misma forma, es decir, su morfología.

En resumen, la grasa que ingiera puede cambiar la configuración de las células cerebrales.

Para mantener un equilibrio, es necesario dotar al organismo, la metabolización de OMEGA 3.

Los investigadores saben, desde hace más de una década, que las grasas saturadas son terribles para los cerebros de los mamíferos.

En comparación con animales de laboratorio alimentados con aceite OMEGA 3 (que contienen altos volúmenes de DHA y EPA), los alimentados con abundante manteca saturada no aprenden con la misma rapidez, ni rinden igual cuando son sometidos a una amplia gama de pruebas de memoria, entre las que se incluye encontrar la salida de los laberintos.

Ademas, presentan claras perturbaciones en la memoria espacial a corto y largo plazo, lo que tiene como consecuencia una disfunsión del aprendizaje y de la memoria, a la hora de realizar una amplia serie de tareas en las que intervienen diversas regiones del cerebro, así como de neurotransmisores.

Según la profesora Carol Greenwood, de la Universidad de Toronto, destacada investigadora sobre los efectos de la grasa en el cerebro, eso indica que tal abundancia de grasa en la dieta provoca efectos perniciosos sobre el funcionamiento del cerebro y ayuda a manipular el comportamiento cognitivo extremadamente complejo en los animales.

El principal culpable son las grasas saturadas, causantes de grandes efectos perniciosos sobre la memoria y el aprendizaje.

Cuantas más grasas saturadas comen los animales, tanto más grave es el mal funcionamiento de su cerebro y su memoria. La doctora Greenwood demostró que las curvas de aprendizaje de las ratas descendían en proporción directa a la cantidad de grasas saturadas que comían. Con una dieta de un diez por ciento de grasas saturadas, los animales no aprendían prácticamente nada.

Además, los efectos nocivos de las grasas saturadas sobre el cerebro parece que son acumulativos. Cuantos más años haya seguido una dieta alta en grasas saturadas, tanto más grave será el riesgo de "entontecerse".

Lo más preocupante es que la cantidad de grasa saturada necesaria para producir deterioro en la memoria de los animales, es comparable a la cantidad que suele ingerir el hombre moderno. Es lógico, pues, que esas dietas altas en grasas saturadas,sean sutiles inductores de un aprendizaje deficiente en los jóvenes y de una acelerada pérdida de memoria, relacionada con la edad en los adultos.

Los exámenes visuales de células cerebrales obtenidas tras la muerte de animales alimentados con gran cantidad de grasa saturada desde que eran fetos, hasta que alcanzaron las ocho semanas después de su nacimiento, revelan que las neuronas se habían atrofiado.

Los análisis de la materia gris de animales alimentados con grasa saturada demostraron la existencia de un número más reducido de dendritas, más cortas y con menos ramificaciones de las necesarias para extenderse, enviar y recibir mensajes.

Además de atrofiar las dendritas, los cerebros de los ratones alimentados con un alto contenido en grasas animales solían pesar menos, y sus cuerpos también eran más pequeños.

La doctora Greenwood explica que las dendritas atrofiadas pueden inutilizar la memoria, ya que en las células cerebrales tienen lugar cambios físicos durante el funcionamiento de la memoria y el aprendizaje: "En momentos en que se ejercita la memoria, por ejemplo: cuando alguien aprende, observamos una expansión de las dendritas; así, la expansión dendrítica parece necesaria en términos de funcionamiento de la memoria."

Desde el punto de vista científico, se trata de un descubrimiento muy importante, que quizás está poniendo de relieve una nueva manera que tiene la grasa saturada de influir perniciosamente sobre el funcionamiento del cerebro.

Recientemente, numerosos científicos han investigado otra nueva teoría según la cual la grasa saturada degradaría la memoria y el aprendizaje, al afectar a la hormona insulina.
Tanto los animales como los seres humanos que comen mucha grasa saturada muestran tendencia a desarrollar resistencia a la insulina. Eso significa que la insulina se hace menos «sensible» y eficiente a la hora de manejar la glucosa en la sangre.
La consecuencia es la aparición de perturbaciones en la utilización de la glucosa por todo el cuerpo, incluido el cerebro, y posiblemente un deterioro cognitivo. Por ejemplo, los diabéticos suelen tener un elevado nivel de glucosa en la sangre y un funcionamiento deficiente de la insulina.
Cada vez se admite más que las personas con diabetes insulino-dependientes (tipo 1) y diabetes no insulino-dependientes (tipo 2) suelen desarrollar diversos tipos de deterioro cognitivos, incluidos problemas de memoria.
Según la doctora Greenwood, los investigadores están cada vez más convencidos de que la principal razón subyacente por la que las grasas saturadas dañan el cerebro, es porque predispone a la persona a la resistencia insulínica, una enfermedad que precede y acompaña a la diabetes y que encontramos en la raíz de los problemas de memoria: «Lo que podemos estar viendo en animales y seres humanos que ingieren mucha grasa, es una resistencia a la insulina o un estado prediabético, que lleva a un deterioro de la memoria».

La grasa también puede dañar el cerebro de otra forma alarmante, cuando se ingiere en exceso un determinado tipo y apenas se prueba de otro, ignorando así la sabiduría evolutiva.
La gran mayoría de los hombres modernos llenan sus células cerebrales con el tipo equivocado de grasa e ignoran el tipo correcto, lo que lleva a crear un desequilibrio muy destructivo.
Entre los llamados ácidos grasos poliinsaturados hay dos tipos básicos: la grasa omega-6 y la grasa omega-3, que tienen composiciones químicas singularmente diferentes.
Durante los tiempos prehistóricos en los que evolucionó el cerebro, nuestros antepasados comieron cantidades iguales de omega-3 y omega-6.
La omega-3 se encuentra en el marisco y nuestro cuerpo también produce algo a partir de otros ácidos grasos que se encuentran en los frutos secos, la verdura y la carne magra.
La omega-6 se obtenía en aquellos tiempos sobre todo de frutas y verduras, frutos secos y legumbres.
En la actualidad, la omega-6 procede principalmente de aceites vegetales refinados.
Esa proporción ideal de grasas se mantuvo durante aproximadarnente cuatro millones de años, hasta el siglo XIX.
La Revolución industrial produjo cambios drásticos, incluido el refinado de los aceites vegetales, con alto contenido de omega-6.

La carne magra de caza se vio sustituida por la carne de vaca y cerdo, muy grasientas.

Durante los últimos ciento cincuenta años, la ingestión de grasa saturada y de omega-6 se disparó, al tiempo que se reducía hasta valores patéticos el consumo de omega-3.

Hoy, el hombre moderno a cada instante ingresa a su organismo aceites refinados y Big Macs, ingiriendo de quince a veinte veces más grasas omega-6 que omega-3.

Esa proporción difiere mucho de lo que son nuestros orígenes genéticos y estamos pagando por ello un alto precio en forma de envejecimiento acelerado e índices cada vez más altos de enfermedades crónicas.

Y el cerebro, al estar compuesto en su mayor parte de grasa (la que usted le proporciona), es el principal objetivo de este peligroso desequilibrio de las grasas.

El exceso de grasas malas y la escasez de grasas buenas puede llegar a provocar la disyunción y muerte de la célula cerebral, y el deterioro de las facultades mentales en personas de todas las edades pero, sobre todo, en los jóvenes y en los adultos mayores.

Resulta notable observar cómo cambia el paisaje del cerebro si se ingiere demasiada grasa poliinsaturada, químicamente clasificada como omega-6.

Cuando los ácidos grasos omega-3 luchan contra los omega-6 por el control de las células, el cerebro se convierte literalmente en un campo de batalla.

Debido a su cantidad tan enorme y a lo mucho que los ingerimos, los omega-6 suelen ganar la batalla, estableciendo un dominio tiránico sobre la actividad neuronal.

Esas constantes victorias de los ornega-6, provocan estragos en el cerebro.
Una de las consecuencias potenciales más temibles del dominio de los omega-6 en las células cerebrales es la persistente inflamación del tejido cerebral.

Tal inflamación puede lesionar los vasos sanguíneos cerebrales, iniciar procesos que matan las células cerebrales, defonnar las membranas de la célula nerviosa, perturbando su funcionamiento normal, interferir en la transmisión del mensaje neuronal y provocar apoplejias, la enfermedad de Alzheimer y, probablemente, todas las enfermedades cerebrales degenerativas.

El proceso es complejo, pero en esencia se produce de la siguiente forma: al metabolizar las grasas (descomponerlas para su utilización), se desprenden productos secundarios, algunos de ellos benignos, y otros nocivos, eso depende del tipo de grasa que se consuma.

El metabolismo de los omega-6 se inicia con un feroz castillo de fuegos artificiales que lanza productos incendiarios, desechos de sustancias similares a hormonas, conocidas como cicosanoides, entre las que se incluyen las prostaglandinas, los leucotrienes y las citoquinas, además de producir los radicales libres, todos los cuales provocan inflamación.

Esto lo han constatado los investigadores, tras detectar de una manera continuada en los cerebros de pacientes de Alzheimer, altos niveles de un tipo de prostaglandina proinflamatoria (una sustancia similar a una hormona).

El doctor K. N. Prasad y sus colegas del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado, en Denver, ha denominado «neurotoxinas» a determinadas prostaglandinas, debido a que matan las células cerebrales. Tales descubrimientos han llevado a los investigadores a creer que la activación de estos mecanismos inflamatorios provoca la degeneración de las células cerebrales.

El bajo rendimiento cerebral de las personas que ingieren un exceso de grasas omega-6 no es sólo una teoría: está fehacientemente documentado.

Las investigaciones ha puesto de relieve que las personas ancianas que siguen dietas altas en omega-6 muestran un funcionamiento mental más deficiente y una mayor pérdida de memona.

En un gran estudio que se llevó a cabo en Holanda (el Estudio de Ancianos Zutphen) se analizaron las dietas de unos 1.300 hombres de edades comprendidas entre los sesenta y cuatro y los ochenta y cuatro años.

Tras someterlos a pruebas estándard para valorar su funcionamiento intelectual, quedó claro que los que comían más grasa omega-6, principalmente en forma de margarinas, grasas cocinadas y salsas, tenían un riesgo un 75 por ciento superior de sufrir deterioro cognitivo, incluida la pérdida de memoria, que los que ingerían menos grasas omega-6.

Lo crítico para el cerebro no es sólo la cantidad total de ácidos grasos omega-6 y omega-3 que se ingiere, sino la relación entre cada uno de ellos, es decir, la proporción.
De hecho, según los estudios llevados a cabo por el destacado psicólogo israelí Shlomo Yehuda, en la Universidad Bar-llan de Ramat Gan, esa proporción constituye el factor esencial que determina lo bien que se transmite la información de una neurona a otra.
En el mundo antiguo, no se comia más de una molécula de ácido graso omega~6 por cada molécula de omega-3, lo que permitía un buen funcionamiento del cerebro.
Algunos expertos sugieren actualmente que se puede alganzar un excelente funcionamiento cerebral restringiendo el consumo de ácidos grasos omega-6 a cuatro moléculas por cada molécula de omega-3 que se tome, es decir, a una proporción de cuatro a una.
El doctor Yehuda, de Israel, afirma que esa sería la proporción «óptima».
En los animales de laboratorio se ha descubierto que esta proporción de cuatro a uno mejoraba mucho el aprendizaje, el sueñio, reducía los ataques apopléticos y hasta invertía en buena medida los problemas de aprendizaje inducidos por las toxinas de la célula nerviosa.

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